Venecia es una no-ciudad. Venecia son cientos de puentes que se curvan sobre el agua, entrelazando un centenar de islas, que descansan sobre una laguna. Todo, puentes, islas, y laguna, forman un laberinto inverosímil.
No puede más de mágica, ella.
Su resquebrajado esqueleto aún resiste, y su superficie desnivelada, sigue sosteniendo el andar de millones de pasos.
La recordaba gris y oscura. Había navegado sus canales congelados, en un invierno de frío polar, bajo un cielo plomizo de aguaceros interminables. Hoy nos reencontramos, está pincelada por un atardecer primaveral. Moría de ganas de volver a verla.
La primera visión de la no-ciudad, es un golpe sensorial. Barcos, lanchas, y yates, van y vienen sin parar a toda velocidad, por calles y avenidas de agua. A la par, a un ritmo pausado y sereno, caballeros con camisetas rayadas y sombrero, ejecutan su coreografía, deslizándose con elegancia sobre sus pequeñas embarcaciones. Los visitantes entran y salen de la escena, acarreando sus equipajes a través de puentes y escalinatas. Amontonados, los vendedores callejeros ofrecen mercancías brillantes y coloridas. En el horizonte, palacios, cúpulas, y campanarios inclinados. El sonido de las campanas, se mezcla con el ruido de motores y los gritos en italiano. Bienvenida a Venecia, y a su pura teatralidad.
Por afuera, el bullicio. Por adentro, la calma. Recorrer Venecia, es recorrer un laberinto. Es caminar por estrechos callejones zigzagueantes, escuchando solamente el eco de mis propios pasos, y de vez en cuando, algunas voces. Entre los altos muros descascarados, no puedo entrever adonde estoy, ni establecer un punto de referencia.
No es un recorrido lineal. La ciudad-laberinto, nos obliga a perdernos en un enredo de callejones, de ramificaciones infinitas, de vías sin salida, y de senderos que terminan en el agua. Venecia nos invita al juego, nos obliga a confiar en nuestro instinto, y pone a prueba nuestra intuición.
Mientras jugamos, de tanto en tanto, nos cruzamos con los venecianos. Ellos hacen lo mismo que nosotros hacemos en nuestras ciudades, pero lo hacen en Venecia, adentro del laberinto. Un señor pasea al perro, otro vuelve de hacer las compras; una señora charla con su vecina, mientras tiende la ropa en la soga. Una familia se sienta a comer alrededor de una olla de fideos, mientras que por el patio trasero, pasa una góndola. Total normalidad. Mientras miro esas escenas, me pregunto cómo será vivir en Venecia. Cómo será pasear el perro por Venecia. Cómo será comer fideos, mientras los gondoleros pasan por la ventana. Me pregunto qué sentirán los nativos de este laberinto, cuando visitan una ciudad normal.
Siguiendo un recorrido incierto, cruzamos decenas de puentes, y decenas de veces nos paramos en la mitad, para saludar a las góndolas que pasan por debajo. Repetimos el ritual cada vez, no podemos evitarlo. Nos detenemos a mirar las vidrieras desbordantes de carnaval. Nos sentamos a descansar en un banco, mientras observamos las terrazas llenas de flores, y de ropa colgando de las ventanas (que curiosamente, casi siempre es azul, o blanca).
Sin brújula, el itinerario lo marca el sonido y la gente alrededor. Cuando el murmullo y la muchedumbre aumentan, es una señal de que estamos cerca de algo importante. Los callejones se vuelven cada vez más claustrofóbicos, justo antes de llegar al Gran Canal, al Rialto, o la Plaza San Marco. Epacios abiertos, y monumentales, que contrastan con el resto de la ciudad, sinuosa y estrecha.
Llegamos a la Basílica, atravesamos su portal, y nos sentamos, bajo el techo abovedado, tapizado de láminas de oro y cristal. Nos envuelve una nube de humo, con aroma de mirra y de incienso. Una música sacra, de esa que eriza la piel, invade el ambiente. Da comienzo una misa de cantos gregorianos. Nos dejamos llevar.
Al salir, nos sorprende el sol poniéndose de un lado, y la luna llena elevándose del otro. Entre ambos, la silueta de Venecia dibujada en el horizonte.
Oscurece. Cambiamos la perspectiva, y decidimos recorrer el laberinto navegando. El aire es fresco, huele a mar, y el sonido del agua es relajante. Avanzamos lentamente, entre edificios mohosos, y descascarados; entre umbrales sumergidos, y puertas desvencijadas. Siluetas sombrías nos saludan desde los puentes.
Anochece. Los visitantes van encontrando la salida, y van dejando la ciudad-laberinto. Se amplifica la quietud, y el silencio, y con ellos, nuestra melancolía. Me niego a abandonar Venecia, temo perderla…
Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran -dijo Polo.
Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella.
O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.
Las ciudades invisibles – Italo Calvino